Le llevará un segundo conocerla
sin hablar.
Lejos de su ciudad natal,
toma rumbo
hacia la nada popular.
Aliento a muerte, el tiempo ya no lo hiere.
Siempre otoño.
Él ya no será uno más.
Curioso y marginal, sus ojos reflejan
la ciudad
Mira las marcas en la piel
de la gente
y no sabe disimular.
Busca un alma caminando entre los cuerpos
y, aunque quiere,
no la puede imaginar.
Mira a la gente y lo único que entiende va
más allá.
¿Por qué le temen a la muerte
si ahora, vivos,
apenas saben caminar?
Las luces empiezan a herirlo.
Pisa el cielo ahí caído.
¿Es que todo es irreal?
Las torres lo acusan de soledad
al pasar.
Los pies lo quieren devorar
y se marea
pero aún la quiere encontrar.
Busca ese alma que lo cuide,
un suspiro que lo acune,
que lo quiera sin hablar.
Entre la jungla de sacos la descubre
sin mirar.
La encuentra abandonada
entre las risas falsas
y sin más me viene a buscar.
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Caminaría mejor solo, ¿no lo ves? No, ¡cómo habrías de reparar en eso con "Lightning Strikes the Postman" estupidizándote! Esas guitarras de mierda de los Flaming Lips , pensé antes, cuando estábamos acostados y dos moscas fornicaban sobre tu pie sucio; y lo repito ahora, en el formidable racconto que desarrollo mientras el rocío del pasto nos moja las pantorrillas y vos hablás, hablás estúpida, vana, estéril, inicuamente.
Esto es una farsa, confesémoslo: nadie va a leer lo que escribo si no consigo hacerlo salir a través de mis dedos. Y si tengo que tomarme el trabajo de escuchar lo que pienso, ordenar las palabras mentales y traducirlas a palabras humanas y, luego, sobrellevar el enorme esfuerzo de presionar botones grabados con símbolos convencionales representando letras, ¿de qué manera se vería retribuido todo eso con el paso fugaz de algunos pares de ojos sobre mis renglones? ¡No tiene ningún sentido! Ahora tengo la certeza: seré un vagabundo y mantendré, en silencio, frondosas conversaciones conmigo mismo. Que los demás se vayan a criar malvas.
Eran dos. El de la derecha se llamaba Aristide y el otro no se llamaba dado que, estando siempre consigo, comprendía la futilidad de tal acto. Su madre, de todos modos, le había puesto Jean-Jacques. Le había depositado el nombre en cuestión en el hombro y así lo llevaba el pobre muchacho, ayudado de tanto en tanto por un pedacito de cinta Scotch o un apósito protector usado. Su vida era muy triste. Los dos se odiaban a muerte, aunque el odio de Aristide era un poco más temible que el de Jean-Jacques y éste vivía aterrado: su odio, verde y ligeramente peludito, apenas sobrepasaba el tamaño del pulgar de su enemigo. El sentimiento mutuo crecía en pos de estas cuestiones de tamaño y medida, y ambos se veían obligados a recomenzar las discusiones todo el tiempo para ajustarse a los parámetros cambiantes. Realmente, odiarse era odioso.
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