5.6.12

En el 5 con Gene Chandler

Anoche tomé el 5 rumbo al centro. Sentado en un asiento individual, iba mirando por la ventanilla la calle oscura mientras escuchaba a Gene Chandler.
Cuando empezó «Duke of Earl» viví un momento mágico, una de esas extrañas ocasiones en las que la música que llega a través de los auriculares, muchas veces desde los confines más remotos del tiempo y el espacio, forma un todo con el entorno, con lo que se ve, con lo que se siente, como un soundtrack perfecto.
Así, mientras el 5 surcaba la noche de Buenos Aires por la calle Bartolomé Mitre, yo fui el duque de Earl (o Gene Chandler acompañado de los Dukays, que para el caso es lo mismo). Y fue tan lindo que repetí la canción varias veces, siempre con el mismo efecto. (Incluso, a partir de la tercera o cuarta reproducción empecé a cantar por dentro y a mover las cejas, arrugar la frente y gesticular con mucho sentimiento.)
Eso sí, llegado un momento tuve que dejar que comenzara la siguiente canción. El duque de Earl se había ido. Dos minutos después me bajé del colectivo.

4.6.12

Don diabólico

    Andaba por la calle con una cancioncita enredada en la cabeza. No era gran cosa, pero la había escuchado unas horas antes y se había quedado conmigo. Caminaba, entonces, oyéndola de memoria y tocando la batería en el aire.
    Un hombre flaco vestido de gris me detuvo con una mirada extraña. Haciendo la mímica de sacarse unos auriculares, arqueó la boca, como sonriendo, y me preguntó:
    —¿Qué estás escuchando, que te veo tan copado?
    —Nada —dije, mostrándole que no tenía en las orejas ningún auricular—. Solo escuché una canción y estoy pensando en cómo sería tocarla.
    —¿Y cómo la reproducís?
    —La tengo en la cabeza.
    —Pero ¿cómo la escuchás?
    —No la escucho, solo me la acuerdo.
    Pareció asombrarse.
    —A ver, ¿podés mostrarme cómo es? —preguntó.
    —No, pero puedo mostrarte lo que estaba haciendo, cómo la estaba tocando —propuse.
    Él se entusiasmó, me pidió que lo hiciera y se paró a mi izquierda para seguir mis movimientos. Toqué la batería en el aire otra vez, pero lo hice mejor. No solo porque tenía público, sino también porque tocar parado en lugar de hacerlo caminando me permitía usar las piernas para hacer además la mímica de los pedales.
    —Pero no la escucho, ¿podés cantarla?
    —No, solo la sé tocar. Prestá atención —dije mientras intentaba tocar con más precisión.
    —Uh, ¡ya la escucho! ¡Te sale muy bien!
    —Nah, no sé. Hace mucho que no me siento en la batería, nunca toqué esta canción y la verdad es que no sé cómo me sale.
    —Te sale, te sale —bajó la voz, cerró los ojos, pareció concentrarse—. Ya te sale. Todo te va a salir bien de ahora en más.
    —Bueno, gracias.
    —¿Sabés por qué te lo digo? ¿Sabés quién soy yo? —preguntó, seguro, mostrándome un anillo. No lo pude ver bien, pero era negro y tenía escrituras y una cruz plateada. Temí que fuera a soltarme un sermón religioso.
    —No —dije, corto, pensando en irme.
    —Yo te doy el don. Yo te lo doy. Ya te lo di. Pero no viene de Dios... Viene del Diablo. —Me miró y me apretó el brazo—. Así que tené cuidado, porque todo va a salirte bien... pero no sé si está bueno —advirtió. Su voz estaba llena de dudas y su mirada, antes perdida, parecía haber vuelto. Era torva.
    —Tendré cuidado. Gracias.
    —No sé si está bueno, ¿eh? No sé. Cuidate, por favor —dijo, y me abrazó. Luego se separó y, al tiempo que yo comprobaba con disimulo que la billetera y el celular siguieran en su sitio, me tomó el mentón para mirarme la cara—.  Creo que vas a estar bien. Te vas a cuidar. Todo va a salirte bien. Lo sé. —Convencido, se apartó para que siguiera camino—. Todo, todo va a salirte bien —insistió.
    Le agradecí una vez más, le juré que tendría cuidado y me fui.
    Me gustaría creerle. La mirada extraviada, la costra oscura de color morado en el labio inferior y el olor a vino hacen que dude de él, pero no sé. Al fin y al cabo, tal vez no tenga nada que ver con el Diablo.

27.5.12

Sol

Una semana sin sol. Siete días sin que aparezca el astro rey.
¿Y si Galactus se lo hubiera comido? Habrá que estar atentos y mirar el cielo: si aparece Silver Surfer, fuimos.

21.5.12

Cuando llueve

Los últimos días fueron largos para todos, pero especialmente para A.; por eso, esta mañana debí convencerla para que se quedara en casa. No tuve que insistir demasiado; ella sonrió y se acurrucó entre las sábanas en un parpadeo antes de seguir durmiendo.
Así, el día fue raro; transcurrió neblinoso y lento mientras yo corregía una novela y tomaba café y la casa se llenaba de silencio.
Pero A. lo describió mejor. Recién levantada, se paró junto a la ventana y, mirando entre las plantas la calle Franklin teñida de gris, dijo: «Cuando llueve, el mundo es de fin de semana».
Yo le pedí que lo repitiera. Y después, claro, vine a escribirlo.

19.4.12

Un robot

Hoy, mientras esperaba que me recibiera la coordinadora editorial que me había citado al mediodía en ese edificio en pleno centro, y una vez que me hube cansado de mirar el cuadro ante mí y la cartelera con papelería vieja, los rastros de antiguas manchas en la alfombra azul y el modo en que esta se encontraba con el parqué, el potus junto a la ventana y a la recepcionista que, obediente e incómoda, se escondía detrás del monitor chato, empecé a pensar en lo que pasaría si un robot gigantesco llegara por la Avenida Belgrano (procedente del bajo, supongo; tal vez salido del Río de la Plata luego de haber caminado por el fondo oceánico desde quién sabe dónde) y empezara a destruirlo todo —pero mal, como Mechagodzilla en una película japonesa de los setenta—; en ese caso, nuestra ubicación, en un noveno piso, sería privilegiada y, sin dejar de coquetear con la muerte, podríamos contemplar el espectáculo.
Entonces, justo entonces, apareció una mujer enfundada en una llamativa blusa floreada que, mirándome, con unas carpetas en la mano, pronunció mi nombre y se disculpó por la demora. Y no pude decirle —no supe cómo hacerlo— que haberla esperado no me importaba gran cosa, que lo que realmente odié fue que me hubiera interrumpido antes de decidir qué haría yo ante el ataque del robot.

18.4.12

Como quien oye por primera vez

Estoy grabando un disco de canciones. Lenta, tímidamente y con muchas dudas, pero de manera inexorable, casi fatalista: debe ser, y será.
También escucho mucha música, y he leído —y leo; ahora mismo, Después del rock: psicodelia, postpunk, electrónica y otras revoluciones inconclusas, del crítico y ensayista inglés Simon Reynolds— mucho sobre músicos, discos, géneros y estilos.
Puedo decir que, pese a mi medianía como músico, de música.
Lo que me pasa ahora es que escucho la guitarra y la voz de referencia que grabamos con José para la canción «Cerca de mí» y automáticamente puedo imaginar el resto de los instrumentos, lo que cada uno hará y su tratamiento de forma más o menos clara. Y no sé si eso es bueno. Primero, lo vi como una virtud. Ahora tengo mis dudas.
En un principio, «Cerca...» era una canción midtempo de guitarras dulces y cristalinas y voces susurrantes, a lo Byrds. Nunca la interpreté más que con mi guitarra criolla y mi voz, pero esa idea de cómo sonaría con banda estuvo siempre. En mi cabeza era así.
Sin embargo, para José la canción era más rápida, un poco desprolija, alegre, algo tonta y amablemente punk. Grabamos, entonces, una segunda versión preliminar según ese criterio. Y me convenció. Será rápida, pues, y que Boom Boom Kid me perdone. (Otro asunto que me hace ruido —y que no desarrollaré ahora— es que, salvo contadísimas excepciones, ajusto mis canciones a moldes que conozco, las visto con la ropa de otras canciones y me disfrazo de otros músicos. ¿Cuál es, entonces, el sonido de Juan Solo? ¿Cuál es su estilo, su forma de escribir, su manera de cantar? ¿Quién es? ¿Quién soy? ¿Quién sabe?)
En este punto surge mi problema. La versión rápida de «Cerca...» me sugiere otra instrumentación y otro tratamiento más adecuados y —mucho me temo que— obvios. Y me pregunto si será posible olvidar toda la música que escuché y todo lo que leí, acercarme a esta canción como un neófito, descubrirla como quien oye por primera vez. Si lo lograra, ¿qué sentiría?, ¿qué ideas me dispararía?
No sé, pero estoy seguro de que esa versión de «Cerca...» sería la mejor de todas, y sé, dolorosamente, que jamás la escucharé.