Que les souvenirs m'entraînent et j'aurai des yeux ronds comme le monde.
Paul Éluard, «Dans le cylindre des tribulations».
7.12.10
Los monstruos, el abismo
24.11.10
Tus ojos
«Vendrá la aurora boreal, ¿y yo? Vendrá. Al amanecer. Los veré por última vez. ¿De qué color serán? Azules. Azules, con un puntito púrpura que titila en el patio con la luz que pasa entre las hojas de las palmeras. A lo mejor son grises. Grises y desolados. Estrías, rayas finitas. Yo tenía una bolita que era así. El hoyo y quema. En la calle Guardia Vieja. El tirito, el puntín, la mano alisando la tierra junto al árbol. El tirito cachuso, cuanto más cachuso mejor. A lo mejor son rojos, como los ojos colorados de los albinos, amarillos, acuosos. No. Azules. Y vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Tus ojos. Tus ojos. Y vendrá la aurora boreal y yo sin cigarrillos. [...] La bolita perdida en el árbol del convento donde van las parejas a la noche, lúbricas y obscenas, eróticas, lascivas, rijosas, pisoteando las flores lilas del jacarandá vernáculo. Vermiculitas. Vermes devorándome. Ya no estaré nunca y el amanecer tendrá tus ojos.»
Isidoro Blaisten, «Y vendrá la muerte y tendrá tus ojos», en Cerrado por melancolía, Buenos Aires, 1982.
17.11.10
13.10.10
Esta mañana
Esta mañana desperté ensalivado.
Fui vomitado durante la noche por un conejo.
23.8.10
La llamada
Luego de tantas dudas, después de haberme inventado excusas y contratiempos de toda clase, me armé de valor y marqué el número de Abelardo Castillo. Había pensado cuidadosamente cada palabra del speech, había buscado un tono natural pero firme, a la vez despreocupado y seguro. Lo había planeado todo.
Pero, en medio de la grabación del mensaje —¡que Dios bendiga a los contestadores telefónicos!—, alguien levantó el tubo y me sacó del libreto. Se me cayó una hoja de la partitura e, indefectiblemente, mi violín chirrió asustado.
Terminé hablando con Sylvia Iparraguirre, nada menos, y, aunque me dijo que Castillo no incorporará más gente a su taller por el momento y al final no fue todo tan terrible, igual me desarmé.
Tendré que armarme solo. El corazón aún me late tontamente.
31.7.10
17.7.10
El esperador
Impera, emperador. Yo impero.
En mi imperio de esperanza, rodeado de silencio y desolación, escribo mientras espero que el lavarropas termine de hacer lo suyo. No sé, a ciencia cierta, de qué se trata. Nunca lo hemos compartido.
Nuestra relación es leve, siempre fue así. Yo presiono el botón, él abre su puerta-ojo (de buey) y acepta, gustoso, la ropa que le ofrezco (la prefiere arrugada y delicadamente sucia). Se la dejo y me voy. Lo alimento, pero él come solo. Y nunca enciende la lucecita verde en mi presencia.
Luego de una hora o dos de borboteos, gruñidos y temblores, me devuelve la ropa, obligándome con su generosidad a subir a la terraza para colgarla al sol.
Con el Sol sí converso, aunque él jamás me ha respondido. En realidad, lo que pienso es que, teniendo en cuenta la inmensa distancia que nos separa, lo más probable es que mis palabras le lleguen dentro de mucho, mucho tiempo, así como es posible que yo no alcance a escuchar sus respuestas porque llegue antes la muerte. Con todo lo que implica.
13.7.10
Como que los blogs ya pasaron, ¿no?
Obviamente, no hay tema; sólo puedo escribir sobre mis dudas y sobre nada, como siempre. La poesía llegará después, si llega. No pienso esperarla. Por un lado, porque terminamos mal la última vez; por el otro, porque tiene una copia de la llave. Que haga lo que quiera.
Si se apura, tal vez me encuentre berreando aún, escupiendo por la ventana y con una media puesta.