El temblor en mis manos ya es casi imperceptible, pero no desaparece. El corazón aún me late tontamente.
Luego de tantas dudas, después de haberme inventado excusas y contratiempos de toda clase, me armé de valor y marqué el número de Abelardo Castillo. Había pensado cuidadosamente cada palabra del speech, había buscado un tono natural pero firme, a la vez despreocupado y seguro. Lo había planeado todo.
Pero, en medio de la grabación del mensaje —¡que Dios bendiga a los contestadores telefónicos!—, alguien levantó el tubo y me sacó del libreto. Se me cayó una hoja de la partitura e, indefectiblemente, mi violín chirrió asustado.
Terminé hablando con Sylvia Iparraguirre, nada menos, y, aunque me dijo que Castillo no incorporará más gente a su taller por el momento y al final no fue todo tan terrible, igual me desarmé.
Tendré que armarme solo. El corazón aún me late tontamente.
Luego de tantas dudas, después de haberme inventado excusas y contratiempos de toda clase, me armé de valor y marqué el número de Abelardo Castillo. Había pensado cuidadosamente cada palabra del speech, había buscado un tono natural pero firme, a la vez despreocupado y seguro. Lo había planeado todo.
Pero, en medio de la grabación del mensaje —¡que Dios bendiga a los contestadores telefónicos!—, alguien levantó el tubo y me sacó del libreto. Se me cayó una hoja de la partitura e, indefectiblemente, mi violín chirrió asustado.
Terminé hablando con Sylvia Iparraguirre, nada menos, y, aunque me dijo que Castillo no incorporará más gente a su taller por el momento y al final no fue todo tan terrible, igual me desarmé.
Tendré que armarme solo. El corazón aún me late tontamente.