Esa pregunta de Subjuntivo motivó mi respuesta, esta respuesta, que viene a desbarrancar todo lo que había construído en mi habitación autoindulgente, esas cuatro paredes de madera de pino y un techito al borde de un precipicio.
Primero fue el año nuevo y el temor lógico, el constante desechar cosas por no considerarlas lo suficientemente buenas como para reinaugurar este Jardín. Ese miedo se convirtió luego en terror para, finalmente, dejar paso a la negación. Entonces no pude escribir. Ni un maldito mail. Leí mucho, eso sí (a un promedio espeluznante de dos o tres libros por semana) y jugué alguna noche en la mesa del comedor con mi vieja Remington y el placer redescubierto de tipear con un solo dedo y con mucha fuerza, aporreando las teclas, los dedos negros y esa música inaudita, curiosa mezcla de ametralladora con Gene Kelly bailando tap.
Nunca pude volver a plantar ningún instante en este vergel, en el que Andrea se perdía en pos de desmalezar un poco. Sólo escuchaba sus reclamos entre las cortaderas que, de a poco, iban invadiendo el porche. Aunque traté de consolarla, nada pude hacer: yo también me había perdido y las hojas, largas como cuchillos, me tajeaban las piernas y los brazos. Y la noche. Lo peor era la noche.
Ahora estoy de pie en un campo verde e inundado por el olor del pasto cortado. La tierra húmeda desprende vapor y el sol está empezando a asomarse. Todos mis amigos están por llegar.