Esto de trabajar en una oficina administrativa es como morir un poco todos los días. Aún así, me siento ante la pantalla y abro esta ventana, dispuesto a robarle algo a esta tarde miserable. Y gris. Los tubos fluorescentes no logran hacer nada -nunca lo logran- y debo apagar mis oídos para sobreponerme a Maná.
Suena el teléfono. En horario de almuerzo nunca van a encontrar a nadie. No hay esperanzas. Le digo a mi interlocutor todo eso, aunque con otras palabras, palabras que, de tan usadas, ya no brillan y perdieron, incluso, el sentido. Ajadas, descoloridas, mantienen la sonoridad, pero ya no representan nada. Tras uno o dos minutos de repetir bunga bunga o wala wala, corto.
Apuro mi café soluble. Está frío, pero aún sabe a recreo, a libertad. Al beberlo no pienso en nada y me limito a sentirlo, deslizándose por mi inhóspito interior, por zonas olvidadas por el convenio laboral. Mi estómago me pertenece y soy libre de hacer con él lo que se me antoje.
Suena el teléfono otra vez. Cucamonga, digo; cardamomo y corto. Miro la pantalla y su vasta inmensidad blanca me parece imposible de llenar.
Suena el teléfono. En horario de almuerzo nunca van a encontrar a nadie. No hay esperanzas. Le digo a mi interlocutor todo eso, aunque con otras palabras, palabras que, de tan usadas, ya no brillan y perdieron, incluso, el sentido. Ajadas, descoloridas, mantienen la sonoridad, pero ya no representan nada. Tras uno o dos minutos de repetir bunga bunga o wala wala, corto.
Apuro mi café soluble. Está frío, pero aún sabe a recreo, a libertad. Al beberlo no pienso en nada y me limito a sentirlo, deslizándose por mi inhóspito interior, por zonas olvidadas por el convenio laboral. Mi estómago me pertenece y soy libre de hacer con él lo que se me antoje.
Suena el teléfono otra vez. Cucamonga, digo; cardamomo y corto. Miro la pantalla y su vasta inmensidad blanca me parece imposible de llenar.