23.8.07

La importancia de llamarse Juan Solo (o Por qué odio a los raperos)

Delicias del Messenger.

Manu: eres juan solo?
Juan Solo: sí, ¿por qué?
M: pero el rapero?
JS: ¿qué crees?
M: k si
M: weno el de solo los solo
M: m refiero
JS: ¿y por qué crees que soy él, que él es yo?
M: xk man dao tu msn y man dixo k eras tu
JS: bueno... no sé qué decirte
M: illo
M: aber
M: eres del grupo solo los solo?
JS: ¿qué ganarías si fuera yo?
M: joe [N. del E.: Léase "joder". Esta parte es deliciosa.]
M: molaria
M: soy d kadiz
JS: y por qué molaría?
M: xk m gustaria konocer a juan solo
M: xk m gusta su musika
JS: ¿eres fan de juan solo?
M: si
M: aber para ver si m mientes dime el ultimo disko d solo los solo
[N. del E.: Aquí dejé pasar unos minutos, ocupado como estaba en otra cosa.]
M: illo eres un
M: patetiko
M: cf
M: de la vida
M: man dao koba
M: n eres el de solo los solo ni de koña
M: eres un ridikulo k se kree filosofo o algo d eso
M: k t follen puto gay
JS: ja

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6.8.07

La vieja Devoto

Me acuerdo perfectamente del último día en que entramos a la casa de la vieja Devoto.
Tuvo que ser un sábado y debían ser las tres de la tarde. Andrés, con esa prudencia de la que tanto nos burlábamos entonces, prefirió quedarse en la vereda. Guido y yo fuimos quienes sorteamos el alambre vencido y nos internamos en la espesura de ese jardín selvático, de esa nada verde y húmeda. Guido y yo, los héroes de la jornada.
Recorrimos el borroso camino de baldosas que conducía a la galería en ruinas y tuvimos que evitar el deseo de golpear la puerta, esa puerta prohibida. Doblamos a la derecha, siempre junto a la pared y caminamos bajo la sombra intermitente del alero, de los paraísos y esos ligustros, salvajes y endemoniados, tan grandes como nunca volví a ver. Pasamos por lo que debió haber sido un jardín de invierno y evitamos mirar la ventana del piso superior, aquella por la que alguna vez se había asomado la vieja para gritarnos algo que olvidé casi inmediatamente, pero sonaba –eso sí lo recuerdo– como el chillido de una rata a quien un gato atrapaba por la cola.
Guido no dijo nada, ni yo, pero creo que supimos que estábamos atravesando un límite invisible. Nunca habíamos llegado más allá. Estábamos rodeando esa especie de invernadero y, con eso, dejando en el olvido a las más exitosas incursiones anteriores. Y Andrés, en la vereda. Parecía mentira que los dos fueran mellizos: el verdadero hermano de Guido era yo.
Un ruido en la ventana nos sobresaltó. Ruidosamente, estaban abriéndose otra vez los postigos nefastos. La vieja iba a asomarse y no queríamos volver a vivir eso. Fue entonces cuando tomé un pedazo de mampostería amarilla como trofeo, empujé a Guido con los ojos rumbo a la salida y, corriendo, deshicimos nuestro camino. Las ramas nos azotaban la cara y las piernas y me enganché la remera nueva no sé con qué, pero nada nos importaba más que ganar la vereda. Con una agilidad que aún no me explico, saltamos el alambre limpiamente y caímos sobre las baldosas. El cemento nos raspó las rodillas y los codos, nos revolcamos en la tierra, golpeamos contra un árbol; la caída fue dura, pero nos reíamos.
Andrés nos esperaba ansiosamente. Mientras recuperábamos el aliento, me preguntó:
–¿Y, boludo? ¿Qué pasó?
Por toda respuesta, levanté el pedazo de ladrillo. Y sonreí.