Caminé de nuevo por esa calle que, de tan transitada, perdió el nombre. Avanzaba despacio, concentrado en la lectura de un libro de Bioy Casares, por lo que alguna gente me esquivaba y otra se topaba conmigo de la peor manera posible: ausente. El sol de las cinco lo abrasaba todo a la vez que me abrazaba a mí y hacía fosforecer las páginas del libro. Las letras, hormiguitas chamuscadas, se volvían rojas. Yo era de algún color parecido, aunque traslúcido. Era una suerte no estar clavado al papel. Tenía que decidir la forma del resto de mi vida y eso, en Morón, no es un detalle menor. Igual me tomé el tren. Sucedió entonces el viaje, ese tiempo en el que uno queda a merced de los caprichos ajenos, de los deseos de remotos maquinistas y operarios, de directores y directivos, de transeúntes y pasajeros, de vendedores ambulantes. Esos minutos muertos se parecen tanto a la libertad. Todos decidían y yo aún no había llegado. Ahora, de regreso a casa, paro a mirarme: estuve ahí y eso fue lo de...