Eran dos. El de la derecha se llamaba Aristide y el otro no se llamaba dado que, estando siempre consigo, comprendía la futilidad de tal acto. Su madre, de todos modos, le había puesto Jean-Jacques. Le había depositado el nombre en cuestión en el hombro y así lo llevaba el pobre muchacho, ayudado de tanto en tanto por un pedacito de cinta Scotch o un apósito protector usado. Su vida era muy triste. Los dos se odiaban a muerte, aunque el odio de Aristide era un poco más temible que el de Jean-Jacques y éste vivía aterrado: su odio, verde y ligeramente peludito, apenas sobrepasaba el tamaño del pulgar de su enemigo. El sentimiento mutuo crecía en pos de estas cuestiones de tamaño y medida, y ambos se veían obligados a recomenzar las discusiones todo el tiempo para ajustarse a los parámetros cambiantes. Realmente, odiarse era odioso.
Comentarios
(y, ay, cómo te entiendo)
pero no puedo recordar cuál...
S.
PD: me acabo de acordar!! Carca.
Dios y el firmamento,
saben que no miento,
vos sabés que es cierto,
yo vendería el alma al diablo
por un poco más.
(o algo así...)
Imperfecto: tenés razón. Eso explica que la idea haya aparecido con tal fuerza en mi cabeza y haya sonado tan bien. Ahora entiendo: tanto tiempo escuchando "A un millón de años blues" (y cantando "Mesías del encantamiento", que de esa canción se trata) TENÍA que dejar secuelas.
Apollonia: ¡ésa es la actitud!
(Les ruego perdonen la redacción torpe: aún estoy durmiendo.)