Villa Luro, diez años después

Hace casi diez años me bajaba del tren en Villa Luro, cruzaba el puente sobre las vías y tomaba la calle Víctor Hugo hasta Moliére; las mañanas eran soleadas y yo confraternizaba secretamente con los escritores que, habiendo pergeñado maravillas, terminaban dando nombre a calles que nacían entre la autopista y el andén y se desdibujaban en la avenida Juan B. Justo. Yo estaba destinado a grandes cosas, escribía como Arlt y daba forma a mis primeras canciones (o letras, en realidad; apenas cuatro o cinco estrofas con una melodía sobrevolándolo todo y obligándome a cantarla una y otra vez para que no se me olvidara) y tenía tiempo: era muy joven, un muchacho realmente prodigioso.

Y esas mañanas de Villa Luro estaban llenas de luz naranja, y yo me dirigía a mi primer trabajo parando en cada esquina a garabatear una idea genial en mi block. Acababa de terminar el secundario y estaba dando ya mis primeros pasos en una carrera artística, convencido de que en tres o cuatro años más sería un cineastaescritormúsicopensador. Mi generación aguardaba por mí.

Y esas mañanas de Villa Luro eran apenas el preámbulo de lo que vendría después, a la salida del trabajo, tras un corto viaje hasta Caballito. Ahí vivía mi novia, mi primera novia, mi real y único amor, aquella por la cual estaba dispuesto a morir y matar. Ésas eran las tardes rojas, las noches violetas, los dos hablando sandeces y emborrachándonos en el Parque Rivadavia, llevando símbolos de la paz y escabulléndonos de madrugada hasta la terraza desierta del edificio de ella para coger bajo el cielo nocturno, con la castidad y la pobreza de los 18 años.

Hace casi diez años de todo eso. Hoy me bajé en Villa Luro para ir a la casa de un amigo, que está de vacaciones, y ver si todo estaba en orden. Repetí de memoria el camino de mis recuerdos hasta el 600 de Moliére y subí a su departamento. Una vez ahí, tras la búsqueda infructuosa de algo mejor, me preparé una taza de café soluble con el contenido apelmazado de un frasco olvidado en el estante más alto de la alacena y me senté en la mesa a escribir esto.

Comentarios

Anónimo dijo…
"oh."


y "mucho muy bello" también.
Anónimo dijo…
El café estaba en el freezer, siempre está ahí. El soluble está, efectivamente, olvidado (es para cuando viene la familia).

De alguna manera siento cierto pesar por no haberte puesto al tanto de la situación con la debida antelación, pero de alguna otra siento que esa taza de café soluble barato era la única bebida que podía acompañar ese momento.

S.

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