Hermosas cuencas vacías
Con un cuidadoso movimiento, Adela se despegó la nariz y la apoyó sobre uno de los estantes de la cómoda. Muy contenta, tarareando "Chloé" en la versión de Duke Ellington, hizo girar con los dedos su ojo izquierdo hasta desenroscarlo; repitió la operación con el derecho mientras se sentaba en el tocador y, tanteando, los dejó en su estuche, en el cajón chiquito. "Hermosas cuencas vacías debo tener", pensó, a la vez que se desencastraba la boca. Aunque no pudo verlo, dejó un reguero de saliva sobre el espejo: tenía que parar de cantar al sacarse la boca. Las orejas salieron con el pelo, en un único movimiento, para ir a posarse sobre la cabeza de telgopor que, bajo el espejo, dominaba la habitación. Así, desrasgada, Adela se fue a dormir. Esa fue la noche en que el ratón gris se comió todo.