Una novela abandonada. Día 1


—Me voy de la banda —dijiste. Y sorprendiste a todos.
Hacía bastante ya que se peleaban, los ensayos eran cada vez más difíciles y, entre la falta de compromiso de Gustavo, la apatía de Fioro y las pocas pulgas de Sergio, algo así se veía venir. Estaba a la vuelta de la esquina. Colgaba entre las telarañas del techo. Y, sin embargo, los sorprendiste y te sorprendiste. Escupiste las cinco palabras así, sin más, y enmudecieron.
Probablemente haya tenido que ver con el momento. Nunca manejaste bien el tiempo, los tiempos (lo mismo podría decirse de tu desempeño como baterista, pero no lo diré: a mí me gustaba cómo tocabas y verte tocar). Chabón, era el cumpleaños de Sergio.
Los chicos estaban ahí con unas cervezas, una Coca, papas fritas y pavadas así. Les gustaba celebrar los cumpleaños así, de ese modo un poco infantil, en la sala. En esas ocasiones se comía, se brindaba, se bromeaba y, luego, se ensayaba y, si había suerte y alguna novia con ganas, aparecía una torta. Soplar las velitas, nunca, eso sí que no. Tampoco era para tanto, y por lo general trataban de mantener cierta saludable distancia y un trato serio y cordial, como de otra época. Todos ustedes eran de otra época.
Cuando vos llegaste estaban todos menos el cumpleañero. Sergio siempre había sido puntual, era un fundamentalista de la puntualidad, pero en esa época ya se había aflojado. Supongo que no le importaba.
En cuanto abrió la puerta y se asomó, y después de las felicitaciones y los saludos de rigor, soltaste lo tuyo. Esto no me lo vas a reconocer, pero creo que no te bancaste el homenaje a tu enemigo musical de aquel entonces y, en cuanto se hizo un silencio, largaste que te ibas. Así, a cuento de nada.
Obviamente, el cumpleaños —o lo que sea que fuera eso— se fue al tacho en ese mismo momento. Si hubieran tenido bonetes y serpentinas habría sido más gráfico, pero sucedió de todos modos.
Vos te sentaste en el medio, en una de esas sillas altas que habían comprado los pibes de la banda heavy con la que compartían el alquiler de la sala en un intento de “ponerle onda” (las comillas son insuficientes, porque esas sillas y esa lámpara eran espantosas) al lugar, y empezaste a hablar, con mirada de cordero y voz de mariposa, sobre tensiones, desgaste, intereses distintos y divergencias musicales. Los chicos te miraban, alguno asentía cada tanto. Sergio no, o no sabés, porque no lo miraste nunca.
Ese ensayo fue una mierda. Hubo pifies, más que los habituales, y ningún interés por trabajar sobre ellos. Ni sobre nada. Los temas se sucedieron como por obligación. Nadie se miraba ni hablaba. Fioro, Sergio, Gustavo y vos, cuatro islas, uno en cada rincón de la sala.
No recuerdo cómo terminó el ensayo, pero no me vas a corregir si invento que saludaste a los chicos sin ningún sentimiento, un beso para cada uno, y te fuiste apurando el paso para que ninguno se te uniera en la caminata hasta Boedo y la parada del colectivo. Mientras esperabas el bondi te sentías aliviado y vacío, en blanco, potencialmente muchísimo y la nada más absoluta. No sabías qué sería de vos, cuál sería tu futuro más inmediato con la música, y eso te llenaba de incertidumbre. Pero, al mismo tiempo, sentías que tu historia podría ser cualquiera, que ya no eras miembro de Los Vengadores y que podrías tocar con quien se te ocurriese, cualquier género, en cualquier momento. El balance arrojaba algo neutro, incoloro, que no te llenaba pero tampoco pesaba. Neutro. Eso siempre te sirvió. Siempre preferiste la nada antes que cualquier cosa que no te convenciese del todo. Elegías, tomabas decisiones, pero tendías a la nada. La nada estaba ahí. Hablabas, esbozabas planes, y todas tus palabras tenían el acento de la nada. La nada era tu idioma original, tu lengua materna, esa que habías aprendido a cubrir con palabras ajenas.
La nada era tu pensamiento.
En el colectivo de vuelta a casa tras ese último ensayo leíste unas cuantas páginas de un libro de Castillo. Ese libro era un madero suelto en el medio del mar y te aferraste a él para no hundirte, para no pensar. “Ser feliz es no pensar”, solías repetir como una verdad absoluta cuando adolescente. Con el tiempo habías aprendido que la cosa no es tan así, que no siempre es así, al menos, y habías olvidado tu lema. Lo mismo para “Sos lo que sentís”, tu segunda verdad de los dieciséis años. No obstante, esa noche, durante ese viaje y sin tener nada de eso presente, te habías zambullido en el libro para nadar en la nada, para no tropezarte en algún recoveco con vos mismo, para no preguntarte cómo te sentías ni por qué habías hecho lo que habías hecho.
Cuando llegaste a tu casa, el departamento de la calle Perón, Andrea te preguntó cómo había salido todo y vos, reconfortado ante la sola visión de tu novia, sonreíste y le dijiste muy seguro —con esa seguridad que tenías entonces y que luego fuiste perdiendo— que todo estaba bien, que te habías ido de la banda pero había sido en buenos términos, que los chicos habían entendido todo y que en la semana irías a buscar la batería. Estabas aliviado, claro, aunque eso no se lo dijiste. Tampoco que estabas asustado.

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